lunes, 14 de enero de 2013




 Carlos Costa
Marcapasos

(Novela, 168 pp.)


“La inminencia de la muerte revela hasta qué punto una vida es capaz de multiplicarse en misterios. Carlos Costa dispone la escena con pulso exacto: en el iempo casi suspendido del campo, la espera casi suspendida de las agonías; en torno de esa espera, los intereses y las intrigas se tejen y destejen de manera incesante. Los lectores de Marcapasos van a seguir esta historia como si fueran sus propios secretos y sus propias ambiciones lo que se está poniendo en juego.”  

Martín Kohan




Hace calor. Suficiente como para que hayamos decidido instalarnos en la galería. La tía Amanda sigue viva. La puerta de su cuarto está abierta, desde donde estamos la puedo ver: apenas una leve protuberancia en la cama que le queda enorme. Marta, la mujer que la cuida, está atenta a cualquier mínimo cambio en el ritmo de su respiración. Se ha venido ocupando de todo en los últimos años y seguirá a su lado hasta el final. Debe tener cuarenta y algo. Es joven. Me quedo pensando cuánto más joven habrá sido cuando empezó este trabajo y se enterró en el campo con Amanda. Debe tener una historia, le debería preguntar a mis primos que la conocen. Cuando esto se termine ya no tendrá a quién cuidar, se quedará sin trabajo.
Es ella la que nos ha alcanzado el repelente, hace un rato. Ahora el pomo pasa de mano en mano sin que sea necesario romper el silencio, nuestro silencio, porque el campo está poblado de estridencias: gritan los teros, las chicharras aturden, de algún lote lejano nos llega un mugido. Somos hombres, no estamos obligados a realizar ninguna tarea samaritana, ni a mostrar sentimientos. Si cualquiera de nosotros dijera “no puedo soportar verla así”, todos asentiríamos solidarios. Porque todos debemos estar pensando si no nos aguarda el mismo destino, más tarde o temprano; tenemos la misma sangre. Pero ninguno es capaz de decirlo en un momento como este.
Hubo un error de cálculo cuando el médico le aseguró a Marta que ayer sería la última noche y, por eso, viajamos, y estamos todavía hoy soportando el calor, los mosquitos y las incomodidades de la casona. ¿Cómo pudo haber vivido la tía Amanda todos estos años sin tan siquiera un ventilador? No es posible entender que hubiera prescindido de todo en la vida. Se está yendo sin quejarse, sin dar gastos, sin pedir compañía. Aquí, en el casco viejo de lo que fue la estancia, en este pedazo de tierra en medio del campo ahora ajeno. Casi olvidada de nosotros, hasta que Marta lo llamó a Mario, nuestro primo mayor. Él se comunicó con Daniel y Germán. A mí me avisó Daniel, casi sobre la hora. “Vamos en el auto de Mario, si querés te pasamos a buscar.” No ha sido una buena idea, ahora tengo la impresión de que estamos todos sujetos al día y hora en que Mario quiera volver. Hasta que él no diga basta, ya está, nadie se va a ir, y no solo por el tema del auto. De alguna manera sigue siendo el mayor.
–Tendríamos que ir arreglando algo con la funeraria –dice Mario–, mañana es sábado, si nos descuidamos no la vamos a poder inhumar hasta el lunes.
–Si querés te acompaño –suelta Germán.
–Vamos –determina Mario.
Se van rápido, sin darnos tiempo a ofrecerles nuestra compañía. Me parece hasta cierto punto ridículo contratar el servicio antes del fallecimiento, pero cualquier cosa que los aleje por un rato de la casa les debe resultar una bendición. Nos quedamos Daniel y yo. Siempre fuimos los más lentos, los más chicos, o los más boludos de entre los cuatro primos. A Daniel eso nunca le ha molestado; está, podría decirse, acostumbrado a ser el hermano menor de Mario y Germán. A mí, siempre me fastidió ser el más chico, el último.


–Se fueron nomás –digo abriendo los brazos en un gesto de resignación.
Daniel asiente con la cabeza y da una pitada al cigarrillo. No me está mirando, tiene los ojos clavados en las cuchillas. Todavía se ve a lo lejos cómo el auto levanta polvareda, ya casi están llegando al vado, para después tomar la ruta al pueblo.
–Deberían haberla internado. No sé por qué la tenemos que tener acá, donde no hay ni un médico cerca –agrego para romper el silencio de Daniel.
–Estuvo internada. La mandaron a la casa porque ya no hay nada que hacer.
–Y por qué no la llevaron a la casa del pueblo.
Daniel me mira condescendiente.
–La casa no era de ella. Era del tío Enrique. La heredaron los hijos de él, ahora vive la mayor.
–No sabía. La última vez que vinimos a la estancia yo tenía doce años. Cuando murió el tío ya mi viejo se había peleado con ellos.
–Tu viejo era insoportable. Pobre Amanda, las que le hizo pasar.
Me descoloca. Nunca pensé a mi viejo como un tipo insoportable, era mi viejo. Desde qué lugar me puede decir Daniel eso. Con todos los favores que mi papá le hizo mientras vivió. Realmente esta es una familia de desagradecidos. Debería alegrarme de que nos tratemos tan poco. Pero me queda haciendo ruido lo que dijo, no puedo dejarlo ahí.
–La verdad es que no sé por qué se pelearon.
–¿No sabés?
–No, era muy chico. En casa no se hablaba del asunto.
–La culpa fue de tu viejo. Amanda y tu mamá no tuvieron nada que ver.
–¿Qué pasó?
–Tus viejos venían siempre. Todos los veranos. Como si no pudiesen ir a veranear a otra parte.
–Era mi viejo que siempre quería venir, le gustaba cazar.
–Me supongo, debe haber sido así. El tío Enrique y Amanda los esperaban con la mejor disposición. Me imagino que Amanda lo convencería al tío Enrique, le rogaría que le tuviera paciencia a tu viejo, que no hablaran de política. Pero, un mes los dos aquí, en el medio del campo, sin nada para hacer, era pedir un imposible. Terminaban siempre discutiendo, siempre ofendidos, eran como River y Boca, dos pasiones irreconciliables.
Se detiene. Giro la cabeza. Mis ojos abandonan la contemplación del campo, mientras sigo con la mente en aquel último verano. Daniel me mira como esperando que diga algo.
–Seguí –le reclamo.
Da una pitada al cigarrillo y continua.
–Las cosas nunca habían llegado a mayores porque el tío Enrique se las dejaba pasar. No lo hacía de bueno, ni de tranquilo, lo hacía por Amanda y por tu mamá. Las dos hermanas se querían demasiado como para que dejaran de verse por la política y eso Enrique lo entendía; tu viejo no, estoy seguro.
Bajo la cabeza como asintiendo, pero es solo una cortesía, porque en mis recuerdos, el que golpeaba la mesa con el puño, el que puteaba, era el tío Enrique. Mi viejo siempre tranquilo, como sobrando. Primero tiraba la piedra, después escondía la mano, se me ocurre.
–La cosa se pudrió definitivamente el día que lo “chuparon” a Rodolfo. ¿Te acordás de Rodolfo?
La imagen de un Rodolfo alto, desgarbado, que en esa época andaría por los veinte años, se me cruza. Estábamos en el arroyo; nosotros, los más chicos, cazando lagartos; ellos, Mario y Rodolfo, fumaban y hablaban, a la sombra de los talas, como si fueran adultos, como si ya pudieran con el mundo.
–Sí, cómo no me voy a acordar. Tenía la edad de Mario. Eran amigos –le digo.
–Eran muy amigos –aclara Daniel, enfatizando el “muy”. Mario ha cambiado mucho, pero en esa época, si te acordás, compartía las ideas de Rodolfo.
El sol está al ras del horizonte, la sombra de los eucaliptos se estira hacia nosotros. Daniel está detenido, espera que yo diga algo más para seguir.
–¿Y eso qué tuvo que ver? –lo animo.
–Los viejos de Rodolfo sabían del cargo en el ministerio que tenía tu viejo durante la dictadura. Creyeron que si lo hablaban al tío Enrique y él a su vez hablaba con tu papá, algo se iba a poder hacer. Y a mí me parece que al menos lo podría haber intentado. Pero estaba envenenado, odiaba demasiado a esos “zurdos de mierda”, como siempre decía, pienso yo. El asunto es que cuando el tío lo llamó, se negó. Después hubo una discusión terrible, me supongo que debió ser por eso y desde ese momento se acabó toda relación entre ellos. Me extraña que nunca les hayas preguntado.
–Mi vieja me contó otra cosa. Algo de un negocio, de que papá había puesto plata para comprar hacienda y que esa plata desapareció. ¿Vos creés que lo de Rodolfo sea realmente la causa?
–Nosotros vivimos acá hasta el ochenta; lo que te acabo de contar lo sabe todo el mundo.
–Pero, concretamente, ¿a quién se lo escuchaste?
–A mi mamá, a mis hermanos, a los padres de Rodolfo. ¿Necesitás algún otro testigo?
–No, pero a lo mejor mi viejo no pudo hacer nada, él era civil.
–Capaz que no. Pero lo que los jodió es que se negara por principio.
Pienso: ¿por qué iba a mentirnos mamá?, ¿por qué atribuyó el quilombo a un asunto comercial y no político? Aunque lo que dice Daniel podría cerrar. Muy de mi viejo, sí, los principios por sobre todas las cosas. Nunca se dejó convencer por las medias tintas, no iba a ceder ni un milímetro, costara lo que costara. Pero vaya uno a saber.
–Del asunto del negocio, ¿escuchaste algún comentario? –digo, incapaz de renunciar, de aceptar la versión de Daniel.
–Nunca, y me parece raro, porque tu viejo no tenía un mango en esa época; ¿de dónde iba a sacar plata? La plata la hizo después y no me preguntés cómo.
–¿Qué me querés decir? –Me altera esa forma insidiosa, como si fuera quién, para hablar así.
–Nada, Diego. La verdad no tengo idea. No te lo tomes a mal.
–Sabés qué. –Me paro, es un movimiento casi involuntario–. Estoy podrido de estas cosas. De las indirectas, de que me hagan el vacío. Si tenés algo que decir, decilo de una vez. Mi viejo hizo guita importando neumáticos y a vos te consta porque te dio trabajo cuando estabas en la lona.
–Tu viejo ya tenía la guita cuando se dedicó a la importación, o vos te creés que se hubiera podido mover sin un capital.
Me quedo sin palabras. Es cierto, las actividades comerciales de mi viejo habían ocupado solo los últimos años de su vida; hacia atrás, cuando yo todavía era chico, únicamente puedo recordar el puesto en el Ministerio de Economía y más atrás tengo una nebulosa. Lástima que ya no quede nadie a quien preguntarle. Elisa, mi hermana, hace diez años que vive en Miami, nunca hablamos de eso y estoy seguro de que sabe menos que yo, porque es más chica. A Amanda no se le puede preguntar, llegué tarde, una pena. Me siento humillado, como si tuviera puesta una ropa incómoda, que no me pudiera sacar de encima.
–A ver –lo apuro–, vos qué suponés que pasó.
–Te digo de verdad: no sé. Pero fue notorio que en un par de años le cambió la vida.
–Entonces te voy a pedir dos cosas: primero que si no sabés, no digas nada, y segundo, que me dejés de joder con lo que haya hecho mi viejo. Yo no soy mi viejo y no tengo nada que ver –casi le estoy gritando, pero no puedo evitarlo.
–Disculpame, Diego. Tenés razón. Pero hay mucha bronca en mi familia, a tu viejo lo odian. Yo sé que no es justo que te pasemos la factura a vos, pero tanto me machacaron de chico, que a veces…
–Es difícil para todos –lo interrumpo–. Imaginate que hace treinta años que no me trato con nadie. Salvo con vos, y eso solo porque trabajaste con papá, con el resto ni siquiera me había visto. Y con vos hasta ahí, prácticamente estabas siempre de viaje.
Es justo que le haya remarcado el “trabajaste”. Debería haberle dicho: “Te dio de comer”. Si tanto lo odiaban, ¿por qué le fue a pedir ayuda? Terminó llenándose los bolsillos con la venta de las cubiertas importadas por mi viejo y ahora me confiesa que siempre creyó que era un cretino. Es un ventajero, un miserable. No se lo digo, no vale la pena caer tan bajo.
–Sí, lo más lejos posible de ustedes. Pero le tengo que estar agradecido.
Y no lo estás –por eso es capaz de decir lo que dice.
–Señor –la voz de Marta ha llegado desde la pieza.
Nos volvemos los dos pensando que el desenlace llegó. Marta está en el vano de la puerta agarrándose los brazos uno con otro, como si abrazarse a sí misma la reconfortara.
–¿Qué pasa, Marta?
–Necesita más suero. ¿Por qué no los llama a sus primos, que lo compren antes de volver?
Más suero, más tiempo. Me siento mal de pensarlo, ¿pero es lógico prolongarle la agonía? ¿Qué sentido tiene que siga allí en ese estado de vida suspendida?
Daniel se me adelanta, los llama. Casi grita por el celular.
Trato de imaginarme a Mario y Germán. Ellos estarán pensando lo mismo que yo. ¿Para qué?
–Y, comprá dos o tres, no sé qué decirte. Mejor preguntale al farmacéutico. –Después se dirige a Marta–: ¿Necesita algo más, algún calmante?
–No, tiene todo. –Hace una pausa–: ¿Van a cenar?
Es inevitable, si vamos a pasar otra noche tenemos que cenar. La primera noche nos arreglamos con algunos sandwiches. Al mediodía Marta nos hizo un poco de arroz hervido con huevos fritos, ahora aparentemente se han acabado los recursos.
–Decile que traigan unas pizzas y algo para tomar –le indico a Daniel, asumiendo la decisión.

Vuelven cuando ya se ha puesto el sol. El pedido que les habíamos hecho los sorprendió en la funeraria, nos dicen. Como supuse, no pudieron contratar el servicio sin un certificado de defunción y sin el documento de la fallecida. Mario deja las pizzas en la cocina y se va al comedor para ver el partido. Lo sigue Germán que se saca de encima los sachets de suero y se los entrega a Marta.
Daniel y Marta están disponiendo los platos para tres, Mario y Germán ya cenaron en el pueblo. Yo me demoro en entrar, no tengo hambre, sobre las ceibas del patio vuelan algunas luciérnagas. Había muchas, muchísimas, aquel último verano. Ahora solo quedan unas pocas.
 







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