viernes, 3 de abril de 2015

Roberto Montaña: Washington





La narración se desarrolla en las calles de una ciudad, la nuestra, durante los aterradores días de la última dictadura cívico-militar. No obstante y pese a ello, Washington desde su título (cuyo verdadero significado lo descifraremos en las últimas páginas) es una novela mágica: Roberto Montaña, con la seducción y la habilidad de un mago, logra forjar una vibrante historia de amor, bajo un escenario de desolación y muerte. Beto, un adolescente dispuesto a vivir, a gozar su primera experiencia sexual, y Princesa, una militante montonera, serán los inolvidables protagonistas de esta novela que sorprende de capítulo en capítulo hasta llegar a un final asombroso, pero diabólicamente lógico.

Vicente Battista


Esta noche tengo que ponerla. Vamos, Beto, decilo mil veces si es necesario: Tengo que ponerla, tengo que ponerla, tengo que ponerla. No puede ser que dentro de tres meses cumplas dieciocho años y todavía no haya pasado nada. Ya basta. La de recién es la última paja que te hacés sin haberte cogido una mina. Dale, prometelo: Yo, Norberto Manuel García, juro no volver a tocarme antes de mi debut sexual. Bueno, solo lo necesario, por ejemplo cuando me baño, o para mear. Pero rápido, nada de andar sacudiéndola más de la cuenta. Y no vale una buena apretada o una tocadita de tetas. No señor, pe-ne-tra-ción, esa es la meta. Ahora sí va en serio. ¿A quién engaño si hago trampas? Es cierto, la otra vez no me pude aguantar. Pero ahora se acabó. No pienso hacerlo de nuevo. No señor. Por lo menos mientras estoy despierto. Dormido es otra cosa. Porque a veces, no sé si es por algún sueño o qué, pero a la mañana amanezco todo enchastrado... 
¡Beto! –grita mi vieja con esa voz de pito que traspasa la puerta del baño.
–¡Qué!
–¡Dejate de gastar tanta agua!
–¡Si recién entré!
–¡Hace una hora que tenés la canilla abierta!
–¡Bueno ya voy!
Va a ser mejor que me apure. Mi vieja es capaz de hacer cualquier cosa con tal de obligarme a salir de la ducha. El otro día me abrió el agua fría de la cocina justo cuando me había agachado a levantar el champú del suelo. Me quedó el culo como el de un mandril.
–¡Ma, esta canilla no cierra!  
–¡Desenroscá la lluvia y ponele el corcho! –grita. 
Ahora entiendo para qué estaba este corcho en la jabonera. No se puede creer. Y mi viejo es plomero. Esta casa es un desastre. Como la heladera empezó a dar corriente en vez de arreglarla le pusieron un cartel gigante que dice: “No tocar con los pies descalzos”. El otro día me iba a preparar algo de comer y cuando toqué la manteca me dio flor de patada.
Listo, ya quedó el corcho, ahora a seguir con lo nuestro. Primero a perfumarse bien. A la mierda, casi no me queda nada de la colonia Heno de Pravia, en cambio de talco tengo el frasco lleno. Me voy a poner en los pies y un poquito en las bolas, por si acaso. Ahora viene lo más difícil: la cara. Este espejo es una mierda, no se ve un carajo, pero, la puta que lo parió, ¿cuándo me salieron estos granos? Son enormes. Y amarillentos. Este de acá parece que estuviera relleno con mayonesa. Dicen que si te los tocás te salen otros nuevos, pero yo me lo reviento igual. Total después me pongo un poquito del maquillaje de mi hermana. Qué va a ser. Si fuera fachero todavía, pero con esta cara no me sobra belleza como para andar regalando. Ahora vamos a ver si me arreglo el pelo con el secador. ¡Dios!, el chorro de aire caliente lo lleva de un lado para el otro y no puedo acomodarlo. Tendría que volver con Angelo, mi peluquero de toda la vida. Ricardo me hizo cambiar por uno que se hace llamar coiffeur y tiene el negocio en Flores. Se trata de un asesino serial que para hacerme una taza en la cabeza me cobra una fortuna. Eso sí, con buenos modales. Agarra los billetes con la punta de los dedos. Parece que le diera vergüenza tener que recibir dinero por la obra de arte que acaba de crear para un adefesio como yo. Pero basta, Beto, basta. Tampoco te tires tan abajo. Así no te vas a levantar una mina nunca. Cambiá de actitud, concentrate en tus cualidades, por ejemplo, los ojos. No te olvides que tenés ojos verdes. ¡Tenés ojos verdes, Beto! Bueno, apenas verdes, es cierto. Tiene que ser un día lindo y me tiene que dar el sol de frente para que se note. Pero, salvando ese detalle, son verdes. Vamos, Beto. Repetilo frente al espejo: Tengo ojos verdes, tengo ojos verdes, tengo ojos verdes...




 

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