miércoles, 5 de agosto de 2015

Marcelo N. Abadi: La enfermedad suiza


Marcelo N. Abadi
La enfermedad suiza y otros ensayos filosóficos
Simurg, 2015, 96 pp.
ISBN: 978-987-554-205-1



La enfermedad suiza



Nunca me curé de una infancia incomparable, decía una vez Merleau-Ponty. Al hablar de curación, de alguna manera implicaba que su añoranza era una enfermedad.
Los recuerdos de quienes padecen ese mal no remiten siempre a la infancia.
Personalmente, me atraviesan, volvedoras, las imágenes de la época de estudiante veinteañero en el París de los ’50, y luego en Berlín, Berlín dividido en cuatro sectores, en uno de los cuales frecuenté una izquierda desviada, mientras que en los otros me desviaba de las obligaciones universitarias.
Suele llamarse nostalgia al sentimiento que produce o acompaña tales reminiscencias, y la tenacidad con la que nos invaden puede sin duda tener facetas patológicas.
De hecho, la palabra “nostalgia”, ahora tan literaria, nació en los fríos claustros de una facultad de medicina en el año 1688. El joven Johannes Hofer, redactando la disertación de doctorado que presentaría ante la Universidad de Basilea, buscaba un nombre para designar el estado depresivo que aquejaba a los mercenarios suizos al servicio de los ejércitos de Francia o Italia. Cuando les tocaba estar en las planicies, muchos de esos hombres aguerridos recordaban las montañas de la patria y ya no podían pensar en otra cosa que en regresar a la tierra natal.
Para acuñar el término correspondiente a ese estado Hofer recurrió, como suelen hacer los médicos en cuanto pueden, al griego antiguo. En ese idioma nostos significa retorno y algos, dolor. Hofer juntó los dos términos y propuso llamar “nostalgia” a la rememoración del país propio acompañada por el ansia de volver a él.
Este mal, según sostenía Hofer, además de reducir el vigor del cuerpo empobrecía el campo mental del afectado y obligaba al superior del regimiento a devolverlo al hogar, único remedio de eficacia comprobada: al solo anuncio de la licencia, el enfermo presentaba un súbito mejoramiento. Su mirada recuperaba el brillo, iba enérgico de aquí para allá juntando sus pertenencias y despidiéndose de los compañeros. El superior, de cualquier modo, se felicitaba por haberse desembarazado del soldado melancólico, aunque al rato se encontraba con que los otros hombres del batallón parecían haberse contagiado la enfermedad. Ensayaba entonces, a modo de vacuna, unos buenos tragos y luego hacía corear algunas canciones, pero guay del que entonara cantos alpestres e hiciera recordar el ruido de los cencerros: a ese le cabía la pena de muerte. En el Dictionnaire de musique, el ginebrino Rousseau se refiere con toda seriedad a la prohibición de un “aire de las vacas”, capaz de llevar a la deserción o a la muerte a quienes lo oyeran lejos de la patria.
Los médicos que después de Hofer se dedicaron a estudiar la enfermedad renunciaron a la yuxtaposición de palabras griegas propuesta por el joven doctorando y hablaron familiarmente de “enfermedad suiza”, o Schweizerische Heimweh. Pronto, a diferencia de Hofer, que había localizado la disfunción en el cerebro, el doctor J. J. Scheuzer, por ejemplo, la atribuyó a problemas circulatorios causados por diferencias en la presión atmosférica, más fuerte –decía– en los países de llanura que en los de montaña.
La patología, pese al gentilicio, fue detectada también en otras tropas. Apareció, por ejemplo, en un regimiento ruso cuyo teniente, ante una amenaza de depresión colectiva, aplicó un protocolo que se reveló muy sanador: hizo enterrar vivo –y creo que de pie– al más nostalgioso de sus hombres. Los compañeros se curaron inmediatamente.
Heimweh o Sehnsucht en alemán, saudade en portugués, homesickness en inglés, añoranza en español, mal du pays en francés sería solo el comienzo de una lista de nombres para designar en distintas latitudes la enfermedad suiza, cuya acritud era matizada por cierto grado de dulzura. Sweet bitter o bitter sweet, según los ingleses.
Dicho sea de paso, la atribución de una nacionalidad a un mal suele ser errónea o malintencionada. Hace un tiempo, por ejemplo, otros ingleses llamaban “enfermedad francesa” a la sífilis, mientras que los franceses, renunciando al honor de tal paternidad, la llamaron “la enfermedad inglesa”.
De todos modos, la ciencia tiene historia y la nostalgia ya no es más una entidad clínica: los laboratorios no la explotan, los médicos no la diagnostican, los manuales no la mencionan. Desterrada de la medicina.
Pero, como el miedo o el amor, sigue siendo –creo– una de las emociones fundamentales. Y además de atrapar a individuos concretos, se expresa en la música, las artes plásticas, hasta la metafísica.
Y nutre desde siempre la poesía. Allá por los orígenes de la literatura occidental, los aedas recitaron de ciudad en ciudad la historia de un hombre que añoraba su patria, una historia que Homero transcribió en la Odisea. La trama de este libro es conocida. Ulises, rey de Ítaca, se ve comprometido a combatir en Troya; después de diez años de lucha, y otros tantos de viaje y aventuras, llega de regreso a su isla, Ítaca. Allí, el sólido lecho que el héroe ha tallado de mano propia en el tronco de un olivo y a partir del cual construyó la habitación y el entero palacio. En suma, ahí sus raíces, como señaló la filósofa Barbara Cassin.
Y, por cierto, su mujer Penélope, y el hijo querido, Telémaco. Pero, desde allí, también la vista del mar y el recuerdo de las experiencias vividas.
El viaje no tenía por qué haber durado tanto. Pero Ulises, en el camino de retorno, le reventó el ojo al cíclope Polifemo para salir de su gruta y evitar la muerte que conocieron muchos de los compañeros. Detalle: Polifemo era el hijo del dios Poseidón. Y no se enceguece así como así al hijo de un dios. Poseidón vengará a Polifemo, dificultando el regreso del héroe a Ítaca.
Ulises es astuto, es fuerte y atrae poderosamente a las mujeres. Tres años después de iniciado el viaje de regreso llega a una isla hermosa –hermosa como una isla griega antes del turismo, dice bien Luc Ferry– donde vive una bellísima ninfa llamada Calipso. Calipso se enamora perdidamente de Ulises, quien no desdeña sus favores. Siete años pasa junto a ella, comparte su mesa, sus paseos, su cama.
Pero esta vida magnífica no le hace olvidar la tierra natal. Todas las tardes, Ulises se sienta en una roca junto al mar, mira hacia Ítaca y llora abundantes lágrimas. Calipso no lo ignora, pero hace de todo por guardarlo junto a ella. Y como es una diosa, es mucho lo que le puede ofrecer. Le propone conseguirle la inmortalidad. Y no solo la inmortalidad, sino también la juventud eterna, añadido no menor.
Inmortal, siempre joven, adorado por una diosa: la propuesta no es desdeñable. Sin embargo, Ulises sigue mirando hacia Ítaca a través de sus lágrimas y nada puede curar sus ansias de partir, de tal modo que un día retoma el viaje y, tras nuevas aventuras, llega a la patria adorada. Ni la fiereza de los troyanos, ni los monstruos, ni las tempestades, ni los cantos de las sirenas, ni la seducción de las diosas habían logrado aplacar su nostalgia.
El héroe de la guerra, el viajero audaz reencuentra a su hijo, con cuya colaboración mata a los pretendientes de Penélope, su esposa largamente asediada.
Hasta aquí, Homero. Dante y luego Tennyson urdieron otro desenlace, que acaso vislumbraron en las entrelíneas de la Odisea. Y este desenlace consiste en que Ulises de nuevo se hace al mar, emprende otras exploraciones en busca de más conocimientos.
Después de los cantos, el desencanto. ¿Qué encuentra Ulises en la isla tan extrañada? Por cierto, a Telémaco. Este se comporta como un hijo amante, pero la comunicación con él se ha tornado difícil. Por empezar, porque el joven cuenta sus experiencias propias y sus enojos sin preguntar mucho sobre las aventuras del padre. Y si preguntara, ¿qué podría contarle Ulises de su larga ausencia? ¿Las tretas innobles, los combates sin piedad, los guerreros y hasta los niños troyanos despedazados? ¿O le alabaría la belleza de Circe? ¿Y cómo justificaría los siete años en los brazos de Calipso?
Cuando Ulises camina hacia su palacio, los ciudadanos de Ítaca ni siquiera advierten quién es. Lo reconoce, sí, su perro Argos, ese perro que correteaba gozosamente con él en otros tiempos. Ahora es un animal pulguiento, que ya ni puede hacer más fiesta a su amo que la de apresurarse en morir.
Además, después de matar a los pretendientes de Penélope, notó que esta, auténticamente o no, desconfiaba de su identidad. Lo sometía a pruebas para asegurarse de que era de veras Ulises. Ella, que había pasado años de festín en festín con los acosadores, tardaba en reconocerlo. No hacía mucho que hermosas ninfas se desesperaban por retenerlo y ahora Penélope, con los ojos gastados y las manos arrugadas vacila antes de franquearle el camino al famoso lecho.
Ulises pronto extraña la camaradería de los marineros, las aventuras compartidas. En su memoria cantan las sirenas y lo acarician las diosas. El olvido, que no había logrado borrar su isla natal durante la guerra y el viaje de retorno, borra ahora los peligros vividos ante troyanos, monstruos y tempestades. Quiere explorar todo, conocer.
El muy tramposo se pone de acuerdo con sus compañeros y un buen día se embarca con ellos sin decir adiós. Al diablo con Penélope y la rocosa Ítaca. Al mar,

To strive, to seek, to find and not to yield

dirá el Ulises de Tennyson en pleno romanticismo.
No hace falta ser un héroe homérico para sufrir o inventarse la nostalgia. El salmo CXXXVI, que Liszt pondrá en música, recuerda famosamente:
“En las orillas de los ríos de Babilonia nos sentamos y lloramos recordando a Sión.”1
Tucídides, condenado al ostracismo, escribe en la escarpada Skapte Hyle la historia de la guerra del Peloponeso y evoca la grandeza de la Atenas de Pericles; Ovidio querrá volver a su Roma pero muere en Tomis, desterrado por el emperador Augusto.
El exiliado político añora su patria, aquella en que lo buscaban para matarlo. El africano llegado a Europa en una frágil embarcación sueña con los cocoteros de su desértico territorio.
En el extranjero, un hombre puede sentirse transplantado y compararse con un árbol fuera de su lugar original. El Averroes de la busca de Borges, exiliado en Marrakesh, recuerda los jardines de Córdoba y refiere una añoranza expresada en un apóstrofe dirigido por Abdurrahmán en los jardines de Valencia a una palma africana:

Tú también eres, ¡oh palma!
En este suelo extranjera...

Pero el árbol concreto está fijo en un sitio, enraizado. Frente a él, tenemos el privilegio de ir y venir. Si alguien extraña los eucaliptos de Adrogué, toma el tren en Constitución y en un momento estará reconociendo el querido aroma. (En realidad, ni siquiera necesita ir a Adrogué. Borges, propietario de esa nostalgia, decía que cada vez que sentía el olor de eucaliptos estaba en Adrogué.)
Puedo ahora viajar en una noche a mis lugares de memoria europeos. Claro que París ha cambiado, y mucho más Berlín. Pero ahí están. París, aun disfrazada de París. Berlín, habiendo levantado y luego destruido el célebre muro. Las palabras francesas se han abreviado: se dice ado, psy, manif, los chicos hablan en un verlan (vesre) difícil de comprender y en los huecos de las escaleras se han colocado estrechos ascensores. En Berlín no se escuchan las canciones de Kurt Weil, ni los blues de la época, sino los estrépitos electrónicos, pero eso no impide que la puerta de Brandeburgo siga en su lugar, con la cuadriga bien lustrada.
Es claro que, para sanar la nostalgia, los desplazamientos en el espacio no son suficientes, como sí lo eran para los soldados suizos del joven doctorando. La geografía no es la historia, las capitales revisitadas no devuelven los afectos.
¿Qué quiero, cuando me arrasa la nostalgia? Quiero trasladarme a un momento del pasado, reencontrar en él unas personas dilectas, sentir la ternura imprevista de una mano, ver por primera vez la proa guerrera de la Victoria de Samotracia hendiendo el aire, pasear por los jardines geométricos que atravesaba distraídamente.
Por desgracia (o por suerte) el tiempo no es una ruta de doble mano. Por él, nadie puede circular a su antojo: solo pasar de un presente a otro presente. Desde uno de los presentes, nos extrañamos a nosotros mismos, un cuerpo joven, la mente despejada. Y lamentamos la pérdida de los distintos posibles que imaginábamos. El porvenir ya no es lo que era. El pasado estaba grávido de futuros de los cuales se hizo real solo uno, y quizás ni siquiera el más deseable. ¿Entonces? Entonces

Je me souviens
des jours anciens
et je pleure.

Me acuerdo de los días pasados y lloro. ¿Por qué el llanto de Verlaine y la comprensión inmediata de sus lectores? Simplemente porque esos días y sus futuros imaginarios ya pasaron. Ya fueron. No son más, no serán más.
En las mentes religiosas la nostalgia se explica como una añoranza del Edén, de la inocencia dichosa en aquel jardín tan amable del que fuimos expulsados. Otros, siguiendo a Rousseau, imaginan en el comienzo de la historia una comunidad primitiva en la que la propiedad privada no existía, en la que los sentimientos de todos los hombres eran transparentes y donde por lo tanto era imposible la mentira. Algunos economistas conjeturarán una sociedad en que todos los bienes se disfrutaban en común. Los metafísicos aludirán a nuestra separación de algún absoluto. Y, por cierto, la redención, el contrato social o la lucha revolucionaria podrán prometer a nuestra esperanza el reencuentro de la felicidad, pero ya sabemos cuánto valen esas promesas.
La nostalgia no es más lo que era: así se llama un libro de Simone Signoret. El título sugiere que algo resulta ahora sospechoso en la portación de la nostalgia. Y acaso lo haya sido en todos lo tiempos. El sujeto, por ejemplo, descubre algún dato ignorado de su propio pasado. De pronto, el varón “la quería y no lo sabía”. O convierte diferencias de forma en distinciones radicales: eran más hombres los hombres de entonces y no se conocía cocó ni gomina, dice.
Julio Cortázar, que vivía en Francia desde el comienzo de los ’50 y en tiempos de la dictadura se consideraba un exiliado más, había escrito en una de sus visitas porteñas que “desde Buenos Aires extrañaba salvajemente a París”.
Ahí en París algunos compañeros argentinos calentaban en baño María una lata de leche condensada Nestlé durante una hora para lograr así una especie de pálido dulce de leche, olvidando que preferían otras mermeladas. Una vez aterricé en Madrid y por azar alguien me presentó a Héctor Alterio, que me preguntó ansioso si traía yerba; le confesé tímidamente que solo fumaba tabaco y me aclaró que él hablaba de yerba... mate.
Nada como una mala memoria para cultivar la nostalgia. Omito, en las evocaciones de París, las penurias de posguerra, el estado de guerra en Indochina y en Argelia, las privaciones que se consideraban propias de la condición de estudiante: la margarina, la carne escasa y de caballo, las escaleras infinitas, los toilettes inmundos, el “baño parcial” con agua fría. Y olvido las campanadas de la iglesia de Saint-Roch que durante muchos meses acompañaban y agravaban mis insomnios. De Berlín, evito recordar la vista continua de los mutilados de guerra, los monumentos destruidos, los controles y sellos, el silencio sobre crímenes apenas creíbles, los nazis reciclados. Muchos recuerdos remiten al nostalgioso a un tiempo en que se sintió agudamente vivo y apenas logra enlazarlos con un presente que juzga monótono, cuando sería importante que el yo recordado y el yo que recuerda fueran el mismo sujeto.
Se selecciona el objeto de la añoranza, y a menudo el criterio de selección está teñido de esnobismo. Hace un rato mencioné mi nostalgia de prestigiosas ciudades europeas, cuando en realidad tal vez no extraño menos ese colegio inglés de Los Cocos, en el que con ocho años debí quedar como pupilo de un enero al siguiente. Jugábamos al fútbol contra otro colegio, también inglés pero de huérfanos, andábamos a caballo, subíamos por senderos escarpados a nuestros Everests y cantábamos a toda voz al descender, construíamos casas en los árboles, arrancábamos frutas en los jardines de los vecinos, chicas y varones tejíamos bufandas para los soldados británicos (era 1940), y si algún maestro nos sorprendía tirándonos piedras ganábamos el derecho de recibir cinco latigazos.
¿Tuvieron algo en común los años europeos y el de Córdoba? Ahora creo que era el hecho de que en ambos casos sabía que mi madre pensaba todo el tiempo en mí. Extraño su extrañarme, toda su ansiedad concentrada en ese punto móvil que era yo.
Por cierto, algunos sostienen que si hay una nostalgia primordial es la de la vida en el vientre materno. Habitábamos su calidez, éramos portados con amoroso cuidado. Hasta que un día una mano nos extrajo de ese país primero, nos dio vuelta en el aire frío, nos golpeó. Llorábamos, como aquellos judíos de Babilonia.
Toda la filosofía puede ser vista como una reflexión sobre la nostalgia, un intento de satisfacerla o de negarla. Platón invitando a contemplar un firmamento de esencias, Plotino explicando que el alma debe huir lo más prestamente posible del bajo mundo a su patria natal, Spinoza igualando la naturaleza a dios, Bergson imaginándonos sumidos en un formidable impulso vital, Heidegger describiendo al ente arrojado en el mundo y contraponiéndole el Ser, Wittgenstein llamando a callar sobre lo inexpresable, todos ellos pensaron la unión con, o la separación de, un absoluto.
¿Qué distancia, qué precipicio nos aparta de algo más real y más grande que lo que percibimos? Dispersos en el tiempo, cayendo a cada instante en la nada, desgarrados, prometidos a la muerte, ¿cómo esperar que se nos restituyan los días predilectos con sus colores, sus perfumes tan amados?
De hecho, la nostalgia es finalmente separación de sí mismo. No podemos nunca poseernos, nos perdemos a cada instante y a cada instante nos recuperamos y volvemos a perder. Nuestro yo depende de unos retazos de memoria, y se puede disgregar en cualquier momento.
Y acaso lo más doloroso no sea la imposibilidad de volver al pasado tal como se vivió. Lo desesperante es no poder modificarlo…
El pasado es un país perfectamente amurallado. Imposible penetrar en él. Ningún dios, por poderoso que sea, tiene la facultad de hacer que lo que fue no haya sido o que lo que no sucedió haya sucedido.
Las palabras que no dijimos, las calles que no tomamos, las traiciones que cometimos, o aquellas que nos hirieron, ya nada puede alterarse.


En compensación, o para peor, lo que una vez sucedió tiene una especie de eternidad. Aquello que fue posible, ahora es necesario, inevitable. César no puede dejar de ser apuñalado por Bruto, ni Giordano Bruno de arder en la hoguera del Santo Oficio; aun se desesperan por respirar los judíos y gitanos amontonados en las cámaras de gas; sobre el Río de la Plata aún vuela el avión con los jóvenes destinados a la muerte.
Eternamente habrá jugado Merleau-Ponty frente al océano en Rochefort-sur-Mer, y habrá peleado luego en París con Sartre, y lo habré visto encender su Gitane después de la clase, y siempre me habré desviado en Berlín cuando al cruzar una calle se creía cambiar de mundo.


1 Vladimir Jankélévitch, L’irréversible et la nostalgie, Paris: Champs Essais, 1974.
 


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